El fugaz instante de lucidez se disipó… La reina regresaba al abandono, cubriéndose el rostro con las manos, tal vez en un intento de disimular que el llanto no la había abandonado.
-Ni siquiera la muerte es un consuelo -exclamó-. Empecé a construir mi tumba pensando que sería para dos amantes. ¡Qué soledad la de un sepulcro que ya sólo será mío!
-No estarás sola, mi reina. Todos tus antepasados te acompañarán en la larga noche de contar los años.
-¡Esta frase! Sólo un egipcio podría comprenderla. Y sólo un enamorado querría que fuese cierta.
-Cuando se cierra para siempre la losa de la tumba empieza para el difunto la noche que sólo puede terminar con el renacimiento. Y empezará a contar los años que faltan para alcanzarlo.
-¡Y he de contarlos sin Antonio! Descansaré entre reyes y reinas, príncipes y princesas y, presidiendo el ilustre cortejo, el cuerpo de Alejandro. ¡El gran fundador de la dinastía y tantos y tantos parientes excepcionales, destinados a mortificarme con su presencia para toda la eternidad! Deja en paz a los muertos, Sosígenes. Devuélveme a Antonio. ¿No ves que hasta en la muerte le necesito? Durante uno de nuestros viajes por el Nilo le llevé a conocer las tumbas de los reyes de Tebas. Y en una de ellas cogí su mano entre las mías y le dije: “Amarás Egipto cuando empieces a amar estas tumbas. En tu tierra quemáis a los muertos. En Egipto les damos mansiones de eternidad.” Y entre las tinieblas de aquel lugar santificado por los siglos, él me besó dulcemente y dijo: “En esta vida tuya, en esta larga noche de contar los años, quiero un lugar para mí. Que la eternidad sea para los dos o no sea de ninguno.”